La hija de Rambo

¡Son las once y media de la noche y el pendejo no contesta! Gritó Rodríguez, mientras sostenía el teléfono y las hojas de planificación del allanamiento para capturar a nueve policías robafurgones. Tranquilizáte mijo, sugirió un colega, al tiempo que bebía una taza de café frío. Rodríguez, visiblemente enfurecido, volvió a marcar el número. Esta vez sí obtuvo respuesta. Refunfuñó teléfono en mano, paseándose por uno de los pasillos de la Fiscalía. La luz era demasiado tenue. Las lámparas blancas no encendían siempre.
Dadas las circunstancias de tensión dentro, decidí salir a tomar aire a la calle. Dos o tres autos pasaban. Afuera, unas diez autopatrullas estaban estacionadas y los policías uniformados aprovechaban para comer bocadillos, que habían comprado a un tipo que empujaba una carretilla con varios canastos multicolor. Otros compañeros fumaban. Yo tenía un Redbull guardado esperando a que me diese sueño.
Dos horas y media después, estábamos organizados: Rodríguez nos citó a todos en el lobby del edificio y nos dio algunas instrucciones breves, porque era su caso, y repartió los fólders con las órdenes de allanamiento, las órdenes de aprehensión y algunos datos como las fotografías de quienes debíamos detener. Al abrir mi fólder de inmediato vi la fotografía del tipo: alrededor de cuarenta años, bigote, ojos oscuros, el inconfundible uniforme blanco con dos insignias policíacas sobre el hombro, que daban cuenta que era Comisario. Al fondo: una pantalla azul. La descripción del sospechoso incluía su apodo: el Comandante Rambo. Vaya apodo. Supongo que por el mote de “Comandante” él era el cabecilla. A mí me había tocado el gordo; ¡por favor! si ni siquiera es mi caso. Esto pasa cuando vos te declarás públicamente suicida.
Me asignaron entonces a tres compañeros para realizar la captura, todos fiscales: El Chejo, de secuestros, un tipo rudo, armado, de pocas palabras, barba de candado y pelo castaño cortado casi al rape; el Charly, un fiscal contra el robo de vehículos, que conocí años atrás cuando era parte del equipo de recolección de evidencias. Un levantamuertos, vaya. Y la Negra, fiscal con quien llevamos casi cinco años trabajando delitos sexuales y trata de personas. Tan ruda que embarazada me acompañó a tomar una cárcel de mareros y trasladar a los cabecillas a una prisión de alta seguridad. Ahí iba ella con su máscara, entre el gas pimienta y los disparos, mientras otros compañeros lloriqueaban afuera del miedo, escondidos en los autos.
Nos pusimos de acuerdo: llegar, tomar, aprehender. Sin más. Luego subimos a un pequeño bus, para unas veinte personas y salimos hacia el lugar, a unos doscientos kilómetros al oeste de donde estábamos. Se habló poco en el auto. Yo dormía en pequeños lapsos que eran interrumpidos por fuertes golpes de mi cabeza contra la carrocería del bus. La carretera había sido destruida por una tormenta. Fue un viaje largo, nos tomó cuatro horas llegar al sitio, cuando normalmente hubiesen sido dos.
Estando ahí, me asignaron algunos miembros del ejército, para apoyar en la captura. Formados todos los grupos, se decidió ir a cada una de las casas. Eran las cinco de la mañana y ningún allanamiento se puede hacer en Guatemala antes de las seis. Nos movimos al “punto”. Era un callejón sin salida, cuyo tope era un campo de milpa. Los soldados fueron los primeros en bajar. Se mimetizaron algunos entre la hierba y otros rodearon la casa, escondidos tras los autos. Luego bajaron los policías. Hicieron lo mismo: esconderse. Tendríamos que esperar media hora para entrar. Mis colegas fiscales y yo, aprovechando la poca luz de la calle, nos apostamos al lado de una pared. El Chejo y yo planificábamos cómo entrar. Mientras hablábamos acerca de ello, el Chejo volteó rápidamente hacia una casa y me dijo: “Se abrió una ventana”. Entonces desenfundó su arma, una pistola nueve milímetros. Vi hacia la casa y efectivamente, la ventana había sido abierta y ahora se cerraba. Entonces la puerta se abrió. El Chejo se hizo hacia una pared y apuntó con su arma al hombre que salía de la casa. Yo me hice al lado de un auto. El hombre me vio y me dijo: “buenos días” yo le contesté el saludo, pensando mierda, va a haber un tiroteo. El hombre, se hizo a la luz y pude ver que era un anciano. Se percató que el Chejo le apuntaba con el arma. Yo le dije, éntrese a su casa por favor. Y él obedeció. Las cosas se complicaban. Vi el reloj: eran las seis menos cinco. Entonces me enfilé hacia el “punto”. Era una casa de block, con poca construcción. Dentro, unos autos aparcados y un perro ladrando con rabia. Esperé los cinco minutos y toqué. Al tocar dos policías se pusieron tras de mí. Toqué otra vez. Se escucharon unos pasos. Los policías apuntaban sus fusiles hacia la puerta, que al tocar una tercera vez, se abrió. Era una señora de unos cuarenta años, en pijamas. Le notifiqué el motivo de nuestra visita y se negó a dejarnos entrar. De inmediato, tiró la puerta para cerrarla; pero yo la detuve con el pie y me entré. Dos policías me siguieron. El perro que ladraba se nos tiró encima, pero la cadena lo detuvo y se quedó ahí, ahorcado con ganas de arrancarnos un pedazo. Le pedí que toda la gente que estuviera en casa saliera al patio. Entonces llamó a su esposo. Más policías entraron. Un hombre salió hacia el patio, vestido con un short, sin camisa. Lo vi bien y era él: el Comandante Rambo. Me tranquilicé: el primer objetivo estaba cumplido, capturé al jefe. Le explicamos a qué veníamos y le pedimos que nos enseñara la casa. Luego de revisarla, encontramos un arma larga sin registro. Él debatía, alegando que la Constitución le permitía tener armas, yo le explicaba que sólo aquellas que estaban registradas. Tres pequeños niños salieron a la sala. La más grande, de unos doce años, nos miraba con susto y lloraba. Los otros estaban asustados y salían al patio a ver qué hacíamos. Rambo llamó a su abogado. Eran un hombre mayor. El mismo que había salido antes de la vecindad. Vaya, pensé acá están organizados.
Rambo y su Abogado intentaban convencerme para que no mencionara lo del arma larga, diciendo que era una práctica común en aquella zona. “Mire, yo fui policía y me dieron de baja injustamente. Algunas veces yo lo dejaba pasar porque mala onda con la gente, porque ellos tienen un arma para defenderse de esta ola de delincuentes que hay”, rogaba Rambo en la sala, de pie, mientras que yo estaba cómodamente sentado en su sofá, al tiempo que sus hijos me miraban con lágrimas y su esposa me maldecía desde el comedor. ¿Se dan cuenta, que usted, un policía de formación y un abogado, me están pidiendo públicamente, a mí, un fiscal, que me haga la vista gorda de un delito? Ellos no entendieron el punto y me siguieron rogando. Mientras Rambo suplicaba, dejé de escucharlo. Me imaginaba las veces que a él le habían rogado de esa manera los pilotos de los camiones que había asaltado. Cuántas muertes llevará encima, eso no lo sé. Acá comienza el karma, concluí y crucé la pierna. Lo esposamos. Subimos las evidencias al auto y también al detenido. Una hija mucho mayor, de unos veinte años, que vivía fuera de casa pidió que la dejáramos acompañar a su padre. Accedimos. Se subió junto a él en la parte de atrás del pick up. Alegaba que ella debía ir adelante. Bah! Llegamos al juzgado y dejamos al detenido. Ahora era responsabilidad del juez y de Rodríguez, a quien informé por teléfono. Al llamarlo me contó que otros compañeros habían encontrado granadas, armas largas y a toda la banda. Un éxito.
Era mediodía y el sueño me estaba ganando. Me tomé el Redbull. Según mis cálculos llegaríamos hasta las ocho o nueve de la noche a la ciudad. Para entonces habríamos cumplido treinta y seis horas de trabajo continuo sin dormir. Joder. A eso de las tres, reunidos todos, tomamos el camino a casa. Una patrulla encendió la sirena y avanzamos entre las enormes filas de autos. Hacía calor. Paramos a comer en un restaurante al lado de la carretera. Bebimos unas cervezas. Hacían chistes los fiscales. Brindamos.
Volvimos al camino. Abrí la ventana porque hacía mucho calor y algunos de los colegas habían comido demasiado y lanzaban gases hediondos, dando risotadas. Empezaban a ponerse ebrios. Afuera, lloviznaba intermitentemente sobre las plantaciones de caña. Cabeceaba en mi asiento. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver los ojos de Rambo, como un niño asustado, pensando mierda esta vez va en serio. También miraba los ojos de su hija, juzgándome, terrible, con los ojos llorosos, asustada, incrédula, imposibilitada de hacer algo, queriéndolo hacer todo por su padre engrilletado. La cosa era justa. Esa niña y su padre, estoy seguro, esa noche también soñaron conmigo.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
Acá comienza el karma, concluí y crucé la pierna. Casi golpea esa línea. Te dejo un abrazo :)
Diana ha dicho que…
Con este escrito puedo asumir que tienes una personalidad fuerte y sensible a la vez.

Saludos,
Prado ha dicho que…
Un abrazo para ti, Luisa!

No sabría qué decirte, Diana, quizás. Un abrazo enorme para ti.
Engler ha dicho que…
Vaya repertorio de imágenes, cada una necesaria para que el corazón estalle como bomba lacrimógena...
1 ha dicho que…
Increíble, me impresiona mucho lo que escribís.. Dios te cuide!
Prado ha dicho que…
Buena onda Engler. Salud.

Gracias, que nos cuide a todos Mauricio. Un abrazo.

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