soy anónimo frente al espejo
Griselda. Así he nombrado a la mujer sentada frente a mí en el tren. Por instantes, sus ojos celestes se pierden entre los mechones de cabello que caen sueltos y prolijos sobre su frente. De vez en cuando, siento que me observan, de reojo, a hurtadillas, mientras se queda mirando la ventana del vagón. El cristal está sucio y a penas se descubre el tórrido paisaje de afuera. Griselda me mira sin verme. Su mirada borra mi figura con descarada alevosía y, ante ella, se dibuja un horizonte inexistente o el infinito que a su vez es nada. El ceño levemente fruncido, me lleva a concluir que Griselda medita sobre algo perdido, algo de verdad importante, puede ser un hijo, la dirección de su amante o simplemente su nombre. Me equivoqué otra vez. Los sustantivos están sobrevalorados: el nombre no nos nombra una eternidad, se agota en las hojas amarillentas de los registros. Saco la libreta y anoto: el idioma de Dios es ininteligible para quien no aprende a desentenderse. Toda lengua es perecedera porque nació del hombre, y morirá con él. Las palabras dichas y las que guardamos sin exhibir, serán un manojo de gusanos saliendo precisos de nuestros cuerpos, ya en la tierra, pudriéndose cobijados por la humedad de este trópico violento. No trascenderán. Nuestro nombre no nos nombra una eternidad. ¿Con qué nombre me llamará Dios?
Griselda se acurruca sobre la ventana y se cubre con una manta. Parece tener frío, a pesar de los veintidós grados centígrados en el ambiente. Guardo la libreta dentro de mi bolso verde. En julio llovía y fui solo al teatro.La Sinfónica Nacional tocaba a Brahms y mi paraguas no servía. Mi asiento estaba empapado cuando salió el primer violinista. Ese día estrené el bolso. Tres filas adelante, Andrés Espino, el escritor, esperaba también el concierto libreta en mano. Espino es una vaca sagrada de la literatura y su cuaderno de notas, un objeto de culto. En él, informan fuentes anónimas, escribe con una pésima caligrafía frases aleatorias. A simple vista, incoherentes. Es la materia prima de sus novelas. La gente lo sabe, le conoce. El vecino de asiento de Espino, por ejemplo, estaba al tanto. Se afanaba en llamar su atención, le hablaba, haciendo comentarios que sólo él juzgaba graciosos, aplaudía dando abruptos saltos que lo hacían ponerse de pie, en pleno ataque eufórico. Era obvio que quería aparecer en sus novelas, ser un personaje y mendigarle un poco de fama. Le imaginé diciendo a sus amigos mientras servía vasos con pepsicola y pizcas de ron barato: ese personaje nuevo de Espino, el que aparece en la última novela, lo basó en mí. Acto seguido, guiñaría el ojo izquierdo a la chica más aburrida de la fiesta. No volveré a sacar la libreta.
Griselda se despierta de una pequeña siesta. El tren no se ha detenido. Las ceibas plantadas a la orilla del camino intentan detenernos con sus frondosas ramas. Sonrío con ella, mientras se despereza sin ninguna mesura. Finalmente responde, con una leve sonrisa dibujada sobre sus labios, terriblemente besables. Saca de su maleta, tan vieja como sus botas, una galleta de jengibre. Me ofrece un pedazo el cual tomo con la mayor de las delicadezas. Los ojos de Griselda y los míos se regocijan al verse; sus hermosos ojos celestes y mis ojos criollos, café obscuro. Casi no parpadeamos, casi no hablamos. Me siento a su lado, me lo permito. No hay nadie más en este vagón. Ya nadie acostumbra viajar en tren. Griselda se acurruca sobre mi hombro y miramos juntos hacia la ventana. Algunos árboles se cargan de flores multicolores. Tomo sin aviso su mano y acaricio lento sus dedos espigados, ausentes de sortijas. No planeamos preguntarnos nada esta mañana, ni tan siquiera el nombre, porque ningún nombre nos nombra una eternidad. Griselda es una mujer cálida y su cabello, delicadamente acomodado sobre mi pecho huele a frutas. Aquí con ella, el tiempo se detiene; pasa craso, lento como gusano. Abrazados, el tiempo es una sombra indefinida que atraviesa el cristal sucio de la ventana del tren; de éste, cuyo rumbo acabo de olvidar. Quisiera aprender un idioma eterno, para poder contarle al oído a mi mujer, que nosotros nunca vamos a morir.
Griselda se acurruca sobre la ventana y se cubre con una manta. Parece tener frío, a pesar de los veintidós grados centígrados en el ambiente. Guardo la libreta dentro de mi bolso verde. En julio llovía y fui solo al teatro.
Griselda se despierta de una pequeña siesta. El tren no se ha detenido. Las ceibas plantadas a la orilla del camino intentan detenernos con sus frondosas ramas. Sonrío con ella, mientras se despereza sin ninguna mesura. Finalmente responde, con una leve sonrisa dibujada sobre sus labios, terriblemente besables. Saca de su maleta, tan vieja como sus botas, una galleta de jengibre. Me ofrece un pedazo el cual tomo con la mayor de las delicadezas. Los ojos de Griselda y los míos se regocijan al verse; sus hermosos ojos celestes y mis ojos criollos, café obscuro. Casi no parpadeamos, casi no hablamos. Me siento a su lado, me lo permito. No hay nadie más en este vagón. Ya nadie acostumbra viajar en tren. Griselda se acurruca sobre mi hombro y miramos juntos hacia la ventana. Algunos árboles se cargan de flores multicolores. Tomo sin aviso su mano y acaricio lento sus dedos espigados, ausentes de sortijas. No planeamos preguntarnos nada esta mañana, ni tan siquiera el nombre, porque ningún nombre nos nombra una eternidad. Griselda es una mujer cálida y su cabello, delicadamente acomodado sobre mi pecho huele a frutas. Aquí con ella, el tiempo se detiene; pasa craso, lento como gusano. Abrazados, el tiempo es una sombra indefinida que atraviesa el cristal sucio de la ventana del tren; de éste, cuyo rumbo acabo de olvidar. Quisiera aprender un idioma eterno, para poder contarle al oído a mi mujer, que nosotros nunca vamos a morir.
Comentarios
http://cuentospajeros.blogspot.com/
Johan Bush Walls
Las palabras son tan limitadas,
nos guian, no por lo q esta ahi, sino por su reflejo.
X7ian, perdemos el tiempo buscando lo trascendental con métodos mortales. La palabra sirve a la idea pero no la contiene. Como bien dices, la guía. Y si nos deshacemos de la guía y le dejamos libre el camino a la idea? el tiempo será como un gusano, que ves pasar abrazado a un cuerpo tibio que te ama conociendo sólo tu sombra.
anamorgana
Por qué el título del Blog?, preguntas anamorgana, pues bien, a veces las cosas salen tan mal que uno piensa que si Dios existe, se fue sin despedirse, sin avisar si regresaba o no. Está ausente. Y quiero hacerle saber lo que va mal,por si se interesa. En fin, creo que Dios existe pero no es como lo plantean. Es siempre distinto porque Dios no es contenible en palabras ni ideas, sino una eterna expansión de sí mismo. Dios está en todo, incluso en mi blog.
"Quisiera aprender un idioma eterno, para poder contarle al oído a mi mujer, que nosotros nunca vamos a morir".Voy a terminar con esta frase en mi memoria e intentaré retenerla para que no se escape de ella.
Un abrazo.
¿cómo noc cuesta unir lo efímero con lo eterno, no crees?. ¿Como hacemos el cielo baje a la tierra?.
Tal vez es que la igual que vos soy Abogada y no sólo queremos soñar, sino tocar.
Me gusto mucho tu blog.