bailar es también azuzar
Mientras las señoras se apuraban dispuestas a bloquear la calle para celebrar su fiesta, yo con dieciséis años encima estaba ansioso por participar, no de la devoción, no de los rezos, sino del festín de la comida a un precio católicamente caritativo. Había de todo en esa calle: música, ancianos con abrigos hediondos a naftalina, las vírgenes postizas de la iglesia, ebrios consuetudinarios y este servidor, entre otras almas perdidas. Y la mayoría de presentes parecían contentos, mientras comían elotes embarrados de mayonesa, salsa de tomate y mostaza, o bien, bailaban abrazados al son de la marimba que tocaba en el lugar, para enfrascar el frío de la noche. Pero el baile se interrumpió porque los músicos decidieron tomar un descanso para probar los platillos de las señoras de iglesia, que cocinaban divinamente, algunas. Para llenar el vacío musical, una enorme disco rodante, de esas que las quinceañeras añoran para sus fiestas, lanzó al aire varios éxitos de los ochenta a través de las bocinas enormes, en cuya manufactura era evidente la participación del dueño. Algunas muchachas empezaron a bailar con otros tipos muchísimo más afortunados que yo. La música invitaba al baile desenfrenado y endemoniadamente sensual. Pero no encontré pareja como siempre y me quedé mirándolos, en pleno cortejo bailable. De entre la gente, empujando a algunas madres que supervisaban que sus hijas no fueran objeto de tocamientos impropios, salió un tipo con una chaqueta de cuero al estilo Michael Jackson. Estaba olorosamente borracho. Empezó a bailar solo. A modo de enfatizar su presencia para luego anularlo en un cambio repentino, el discjockey pinchó Thriller, y ese pedazo de beodo, se disparó como en un ataque de convulsiones. La gente hizo un círculo a su alrededor y aplaudían riéndose algunos. La fiesta había empezado de verdad para mí y las señoras estaban disgustadas y encrespadas por la furia de aquél tipo, que daba vueltas en el piso sobre su espalda. A tal punto llegó su mortificación que de la nada salieron dos hombres, esposos de las vendedoras de elotes, me parece, que tomaron al cuba y se lo llevaron lejos de la improvisada pista de baile. Y las muchachas siguieron bailando con los mismos tipos; mientras yo, supe finalmente que aquél lugar no me pertenecía.
Comentarios
Bueno, así lo veo yo.
Saludos.
Ellos y ellos.