El niño robot



La mañana del veinticinco de julio bajo un aguacero, nosotros, los miembros del equipo técnico, con júbilo anunciamos que nuestro proyecto había sido ejecutado de manera exitosa. 
Nuestro robot andaba por sí solo. 
Nuestro robot abría y cerraba los ojos y sus manos como compuertas de un canal interoceánico. 
Lo vimos caminar con pasos torpes en el laboratorio, sorteando los instrumentos que lo crearon. 
Nuestro robot es un niño que no sabe abrazar. Lleva sus brazos erguidos siempre como dos astas. 
Y lo vimos salir bajo el aguacero hacia el jardín que rodea el edificio, pero los colegas rápido decidieron protegerlo del agua y devolverlo a su matriz. 
Se nos ocurrió algo mirando su osadía, porque nosotros trabajamos coqueteando con lo imposible. 
Queríamos sacar a nuestro robot del laboratorio. Queríamos llevarlo al mar. 
¿Puede un robot percibir el infinito y calcularlo como una interpelación a sí mismo? A su pequeñez, a su diminuta condición de metal bajo el velo del secreto.  
¿Puede acaso nuestro robot verse en el espejo y decir estos que veo son mis bordes dibujados en el cristal? 
Somos personas de ciencia y quisimos averiguar. 
La mañana del veintiséis de julio salimos rumbo al mar. Llevamos a nuestro robot en el asiento de atrás del auto eléctrico, mirando al frente como si el camino no tuviera orillas. 
Tardamos una nada en llegar y que las bandadas de pelícanos sobrevolaran el techo del auto. 
Nos bajamos a caminar en la playa y sacamos a nuestro robot bajo el sol de las once. 
Su armadura roja brillaba sobre la arena y el estruendo de las olas. Parecía una caracola vestida de vino. 
Enterraba sus torpes piernas en la arena. Subía y bajaba sus brazos que son incapaces de abrazar. Se acercaba al mar y no le importó la muerte del óxido. 
Y aunque es imposible una emoción en su desierto de acero, juro que se dibujaba desconcierto en el filo metálico de su rostro, mientras las olas llegaban mansas a sus pies y se hundía. 
Dejamos que se hundiera, nuestro robot. 
Dejamos que se uniera al mar en un abrazo infinito.  
Ese fue el mejor gesto que tuvimos para perpetuar lo imposible.

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