Hombre enloquecido recorre el pasillo número 3
Los domingos por la noche están hechos de desasosiego. Lo dice todo el mundo, así que no debo explicar más. Mi plan de contraataque es hacer algo definitivamente fútil; porque todos saben que las actividades sin sentido han sido el mejor distractor de la humanidad ante la tribulación, desde siempre.
No encuentro actividad más ridícula que ir al supermercado. Lo digo porque desde hace años existe el servicio a domicilio y jamás lo he usado. Sigo insistiendo, sin ningún motivo racional, en pasearme por los pasillos inundados de esa luz blanca lechosa, que ahoga las latas de atún y chiles.
Qué decir de las mujeres que ofrecen producto en cada esquina. Algunas lo hacen en faldas cortas, tacones altos y sonrisas enormes mientras te dan pequeños nachos ahogados en salsas de preservantes y químicos. No logro entender la relación entre la chica y la salsa. Por eso estamos tan confundidos: un adolescente se come unos huevos motuleños y tiene una erección pensando en la impulsadora. Caramba.
A mí lo que me provocan los enormes almacenes con sus estanterías es angustia. Esas grandes ferreterías con productos infinitos. A veces creo que el único cliente de esos sitios, sería alguien construyendo un enorme robot que destruya las dos terceras partes de la ciudad antes de quedarse sin baterías. Porque es una ley de la vida quedarse sin baterías a la mitad de algo importante.
Esquivando los frenéticos movimientos de la gente con sus carretillas, me dan ganas de verlos a todos desaparecer. Llegar a un arreglo con los gerentes, en el cual ellos me abren el supermercado en horas inhábiles a cambio de que yo no les denuncie por los siete mil delitos que veo que cometen.
Sin embargo, la idea de un supermercado vacío y un tipo recorriéndolo a media noche, está bien para una película de terror. Sería un espectáculo horrible de ausencia: tanta comida lista para ser devorada y nadie que la coma, tanto rollito de papel perfumado para limpiarse el culo y nadie que se lo limpie.
La mejor solución es no hacer caso de nada. Mirar los embutidos durante minutos, tratando de entender de qué parte de la bestia provienen. Calcular la vida de los peces. Imaginarles nombre a los camarones. Esconderse entre las estanterías de licores. Alejarse de los grupos de gente degustando lo que les pongan enfrente. Carajo, un día podrían ofrecer popó de codorniz untada en un pan en el supermercado y habría una fila para comérselo.
Me hago el sordo a las emisoras cutres de los supermercados. Le subo volumen al reproductor y finjo que voy de cacería. Mira qué bien me fue este domingo: yogurt de frutas menos el nancite, que lo escupo, un jamón salmón (vaya Dios saber de qué bestia y cuál parte de ella viene esa delicia), cereal y leche. Frutas que no tuve que cortar del árbol. La maravilla de la modernidad que hace todo aparecer como de milagro. Como milagro es también poder pagar cada domingo la enorme cuenta en la caja registradora. La cajera siempre se mira dos veces mi licencia de conducir para asegurarse que soy yo el que paga. Y siempre la engaño.
No encuentro actividad más ridícula que ir al supermercado. Lo digo porque desde hace años existe el servicio a domicilio y jamás lo he usado. Sigo insistiendo, sin ningún motivo racional, en pasearme por los pasillos inundados de esa luz blanca lechosa, que ahoga las latas de atún y chiles.
Qué decir de las mujeres que ofrecen producto en cada esquina. Algunas lo hacen en faldas cortas, tacones altos y sonrisas enormes mientras te dan pequeños nachos ahogados en salsas de preservantes y químicos. No logro entender la relación entre la chica y la salsa. Por eso estamos tan confundidos: un adolescente se come unos huevos motuleños y tiene una erección pensando en la impulsadora. Caramba.
A mí lo que me provocan los enormes almacenes con sus estanterías es angustia. Esas grandes ferreterías con productos infinitos. A veces creo que el único cliente de esos sitios, sería alguien construyendo un enorme robot que destruya las dos terceras partes de la ciudad antes de quedarse sin baterías. Porque es una ley de la vida quedarse sin baterías a la mitad de algo importante.
Esquivando los frenéticos movimientos de la gente con sus carretillas, me dan ganas de verlos a todos desaparecer. Llegar a un arreglo con los gerentes, en el cual ellos me abren el supermercado en horas inhábiles a cambio de que yo no les denuncie por los siete mil delitos que veo que cometen.
Sin embargo, la idea de un supermercado vacío y un tipo recorriéndolo a media noche, está bien para una película de terror. Sería un espectáculo horrible de ausencia: tanta comida lista para ser devorada y nadie que la coma, tanto rollito de papel perfumado para limpiarse el culo y nadie que se lo limpie.
La mejor solución es no hacer caso de nada. Mirar los embutidos durante minutos, tratando de entender de qué parte de la bestia provienen. Calcular la vida de los peces. Imaginarles nombre a los camarones. Esconderse entre las estanterías de licores. Alejarse de los grupos de gente degustando lo que les pongan enfrente. Carajo, un día podrían ofrecer popó de codorniz untada en un pan en el supermercado y habría una fila para comérselo.
Me hago el sordo a las emisoras cutres de los supermercados. Le subo volumen al reproductor y finjo que voy de cacería. Mira qué bien me fue este domingo: yogurt de frutas menos el nancite, que lo escupo, un jamón salmón (vaya Dios saber de qué bestia y cuál parte de ella viene esa delicia), cereal y leche. Frutas que no tuve que cortar del árbol. La maravilla de la modernidad que hace todo aparecer como de milagro. Como milagro es también poder pagar cada domingo la enorme cuenta en la caja registradora. La cajera siempre se mira dos veces mi licencia de conducir para asegurarse que soy yo el que paga. Y siempre la engaño.
Comentarios
P.S. Lo que me gusta de tus posts es que siempre me imagino las escenas "ponerle nombre a los camarones, esconderse en los estantes de los lícores".
Ir al super nunca ha sido lo mio, pero si vas sin tardarte mas de 10 minutos no se hace tan tedioso.
Saludos.