Viena Capítulo IV: Los cetáceos.
Voy a dejar correr el agua. Hacer que me recorra para perderse en la alcantarilla de la ducha. Se escucha igual a una lluvia calmada. Está helada. Cierro los ojos y tengo la misma pesadilla de siempre: me encuentro inmerso en un mar azul, floto. El agua está turbia, el sol a penas la atraviesa. A mi izquierda, una sombra se aproxima. Es una sombra marrón que va creciendo. No para de crecer.
Es un pez. Distingo sus aletas. Sus enormes branquias. Es un cetáceo. Una maldita ballena café con sus ojos como esferas de la nada. Enorme, gigantesca, es un edificio, del tamaño de mi miedo. No puedo moverme. La ballena se acerca, viéndome con sus ojos, haciéndome sentir tan insignificante. Su piel está llena de algas. Y cuando está a unos metros, yo creo que me va a matar, de veras lo pienso, pero sólo pasa frente a mí regocijándose, animal jubiloso, bestia que come hijos de Dios.
Cuando termina la pesadilla no sé realmente qué hacer. ¿Debo matar a la ballena o abrazarla como un activista? Cierro el grifo. Tomo la toalla y me seco. Es mi última noche en el Lenas Donau Hotel. Busco los cigarros y decido salir a caminar.
Tomo el U-Bahn hacia el centro. Son las siete y media de la tarde. Hay mucha luz en
Encuentro el palacio de la ópera. Tomo unas fotos y camino por donde alumbra más el sol. Las calles están vacías. Qué importa, yo llevo cigarros una chaqueta y todo el desasosiego que un tipo puede tener. Quiero beberme una botella de güisqui completa, de un solo trago y apearme al lado de este monumento de Goethe. Maldita sea, ¿qué diablos significa la ballena?
Quiero volver a ser una antorcha. Una llama, quiero volver a ser igual de irresponsable: tanto como para pensar que volveré pronto a Viena a descubrir el misterio de cada esquina que no crucé. Pero pienso en los vuelos. En los malditos vuelos enormes atravesando los Pirineos. Y olvido el güisqui.
Entro a un parque. Está circulado con grandes rejas de metal forjado. Hay un camino de concreto sobre una superficie irregular sembrada de árboles, pasto, flores y monumento. Saben recrear un ambiente pacífico.
Camino y encuentro uno de los monumentos al emperador. Está cabizbajo y lo compadezco. Toda una vida para mirar al suelo. El escultor debió odiarle. Prosigo y encuentro un enorme palacio. Dos turistas belgas hablan en francés sobre las gradas de la entrada principal. Huele a mármol. Doy un vistazo al jardín y es enorme. Hay gente que duerme bajo los árboles, otros se besan y otros andan en bicicleta. Yo no tengo güisqui y sueño con ballenas.
Seguí caminando. Un restaurante italiano en el camino. Está lleno, me piden esperar quince minutos. Pero vamos: es mi última noche en Viena, esperar no va en mi agenda. Así que sigo y encuentro el famoso museo: el Albertina. Dentro, Alexander Katz está expuesto. Me entretengo un rato adentro.
Salgo, queda luz, muchas ganas, avanzo por los callejones circulares, empedrados, llenos de pequeñas tiendas cerradas. Imagino a sus dueños comiendo con sus familias en sus austriacos departamentos. Los veo cada vez que tomo el metro. Edificios tras edificios donde todo tiene ángulos rectos. Bah. El arte tampoco me explicó la ballena. Quizá sea una buena pregunta para mi psiquiatra.
No quiero pensar en mi médico mientras atravieso los túneles peatonales del palacio real. Llego a la escuela española de equitación. Parece Roma. O más bien, se parece a mi idea de Roma.
Enciendo un cigarro y fumo.
Ya es de noche. Hay luna llena, qué suerte. Puedo seguir andando hasta encontrar el camino al hotel, donde los sillones rojos me esperan para pasar metido entre las sábanas que huelen a nada. Mientras que afuera, la idea de una vida tranquila empieza a abandonarme para quedarse en Viena.
Comentarios
saludos*
como siempre tus letras transportan! saludos!
Saludos Silvia, un abrazo.
Qué viaje Andrea, cierto.
Buena onda ese Dilema. Salud.