Allanamiento
Recosté la cabeza contra el asiento, mientras el auto iba en movimiento. Acelerábamos. Las llantas chillaban al doblar todas las esquinas. Eran las cuatro de la mañana. Era mi segundo cigarro. Cada vez que daba la bocanada, sentía el olor de mi mujer mezclándose con el del tabaco impregnado entre mis dedos.
Ella estaría durmiendo. Mi suerte era otra: Yo madrugué para ir al trabajo.
Adelante iban el piloto y Walter, el dueño del caso por el que íbamos a allanar. Se pasó todo el día anterior diciéndome: Julio, el lugar está a la orilla de un barranco, es un nido de ratas, nos van a matar. Yo lo escuché quejarse sin dejar de revolver el café dentro de mi taza.
A mi lado iba sentada Roxana, haciendo preguntas sin detenerse ni un maldito segundo. Walter y Roxana eran nuevos. Yo había cumplido siete años de tirar puertas. De pellizcar mi muerte por las madrugadas.
Todos estaban excitados. Aquello les parecía el suceso más intenso de su vida. Sentí pena por ellos y mucha por mí. Podría drogarme antes de cada diligencia y nadie lo notaría. Así sería otro estúpido más en este carro.
Llegamos al sitio y de las patrullas bajaron rápido los policías, enormes, armados con todo, luciendo sus recién estrenados rifles de asalto y sus chalecos anti balas.
Walter no se bajó. Temblaba en el auto. Roxana preguntaba si tenía que bajar.
Los mandé a la mierda, me colmaron la paciencia.
Algún día le pediré perdón a mi hijo por no querer morir como un cobarde.
Ordené a dos policías subirse al techo de la pequeña casa de una planta. Les pedí que apuntaran a todo lo que se moviera.
Entonces toqué la puerta y nadie contestó.
Tomé la tabla donde se hacen las actas y con ella nuevamente golpeé el metal de la puerta.
Segundos después, un tipo se asomó por la ventana. Me preguntó qué queríamos. Es un allanamiento le expliqué y le rogué que nos abriera.
Me dijo que no.
No estoy preguntándote hijo de puta si me querés abrir o no, te estoy diciendo que si no me abrís, voy a tirar la puerta y te voy a encontrar adentro pedazo de mierda, le recité con mi maldita voz grave de madrugada.
Se fue corriendo.
El policía que estaba junto a mí, que era el jefe de esos perros, le dio un manotazo al portón de doble hoja. Tenía un brazo enorme el hijueputa. La puerta cedió y el policía volteó hacia mí incrédulo y sonriente.
Entramos. El tipo que se negó a abrirnos estaba agazapado en un largo pasillo, escondiéndose en la oscuridad.
Uno de mis hombres lo registró mientras lo engrilletaban poniéndolo sobre sus rodillas.
Todo estaba oscuro y dentro, parecía un laberinto. Los policías encendieron sus linternas mientras apuntaban con sus rifles y sus preciosas miras láser.
Al llegar al final del pasillo, nuestras linternas alumbraron lo que parecía un bulto al lado de un tonel. Un policía se acercó y mientras lo hacía, de entre las cosas saltó un tipo delgado, rapado, armado.
Nos apuntó con su pistola. La luz de la madrugada brillaba sobre el cañón. Se acercó a nosotros y nos dijo que nos íbamos morir.
De inmediato un punto rojo se encendió sobre la frente de aquél hijueputa, preciso entre sus dos ojos.
Luego brillaron otros tres. Los perros de la terraza apuntaban sus armas contra el idiota.
Estás rodeado animal. Bajá la pistola, no seas estúpido. Le advertí, caritativo como siempre.
Comé mierda, contestó, sin percatarse que tras de él, uno de mis hombres le apuntaba con un rifle.
Lo supo cuando el frío del cañón le rozó la cabeza. Entonces bajó el arma y volteó a ver.
Quizá todavía alcanzó a echar un vistazo a la simple belleza de la ovalada suela de la bota del policía que lo pateó en la espalda.
Quizá no.
El imbécil cayó de bruces contra el suelo, perdiendo el conocimiento y también un diente. Me asaltaron unas repentinas ganas de patearlo. Pero no lo hice. Esa mañana, para su fortuna, llevaba suelas de cuero y si lo tocaba, las heridas se hubiesen notado en la audiencia.
Lo engrilletaron inconsciente. Registramos toda la casa. No había nada más a excepción de dos mujeres, una de las cuales, salió a recibirnos con una blusa transparente que dejaba ver sus tetas.
Los muchachos se pusieron inquietos. Era hora de irnos.
Walter se había cagado en los pantalones y hacia el acta de la diligencia. Roxana tenía una cara de pena; ya no preguntaba.
Subimos a los dos tipos a la parte trasera de la patrulla y mientras lo hacíamos, un vecino se me acercó a decirme que estaban agradecidos por llevarnos la basura.
Yo no contesté.
Pensé que era hora de tomar el desayuno. Eran las ocho treinta.
Entonces también pensé que mi mujer a esta hora, ya estaría engañándome con su amante. Tenía cuatro meses de hacerlo.
Encendí otro cigarro. El auto prendió la marcha.
Debí drogarme en ese momento. Antes de la audiencia de esos dos hijos de puta. Nadie lo notaría.
Nadie me pondría atención.
El tipo que me apuntó con el arma sangraba sin decir palabra, mirando, con tristeza, cómo su casa, se iba quedando atrás sin remedio hasta perderse de vista en la patrulla.
Había tanto alboroto ese día.
Todos parecían emocionados.
Era mi séptimo año como servidor público. Había demasiado polvo sobre mi entusiasmo archivado.
Comentarios
Sea cual sea el tema, aunque no te comente, te aplaudo.
Abrazos miles.
Abril
Este de hoy es increíble, siempre haciendo lucir la realidad como toda una ficción... o haciendo parecer las ficciones más reales que la realidad. Tan distinto a todo lo demás y siempre con tu sello inconfundible.
Un fuerte abrazo
el ritmo del texto, es lo mejor.
saludos
Saludos broder!!!
Tal vez fumemos uno o dos cigarrillos*
Un besodulce para ti, Prado.
El tiempo se me hace tan breve estos días sin embargo sepan que los leo.
Vania: besos.
Debo agradecerle por este rato estupendo que he pasado, disfrutando de su azoramiento y buen hacer literario; un auténtico lujo que me doy gratis, gracias a su generosidad y al absurdo que vivimos, en que sólo los más torpes cobran por aparecer en los medios. Un placer como siempre visitarle.
Saludos.
Los cigarros de madrugada son a la nostalgia, como el café al cansancio... lo entiendo.
Buen trip!!!