De cómo las novelas que hablan sobre crimen también hablan sobre mí.
La noche del 24 de abril, fui invitado a hablar
sobre Libros y Crimen a Sophos, junto a Francisco Alejandro Méndez, un maestro en novela
negra no solo por su erudición académica sino también por sus múltiples novelas
del género.
Lo mío, necesariamente va fuera de la academia
y lejos de los clásicos. Llevo casi trece años de trabajar en el Ministerio
Público. Me desenvuelvo en el ámbito del crimen, y sí, los encargados de hacer
cumplir la ley también de alguna manera, vivimos del hecho violento. Si no
existiera ninguno no tendríamos trabajo. Paradojas de la vida.
Podría ser evidente que por mi empleo me
interesa el género negro en la literatura. Pero no fue tan así. Primero ocurrió
mi interés por la literatura y luego este trabajo.
Sorprendidos estarán los que me conocieron de
adolescente al enterarse de mi trabajo. Yo era un muchacho problema. Estudié en
un colegio de curas, donde jamás me sentí cómodo. Había más de cincuenta
muchachos en cada aula. Imagínense esa testosterona bullendo inmisericorde en
aquél segundo y tercero básico.
Era como estar preso. Esa es la verdad. Había
peleas a diario y si no dabas, te daban. Había que ser un tipo rudo para
sobrevivir. Y encima aguantar la doble moral de los sermones. ¡Cuánto odiaba
aquellas homilías terribles! Teníamos un cura que estaba obsesionado con la
masturbación, vaya cliché.
En fin. Yo me escapaba del colegio casi a
diario. Inventé todo tipo de excusas para largarme. Maté a casi todos mis
parientes, especialmente a mi padre. Le adjudiqué toda clase de enfermedades.
Las que más funcionaban eran las oculares, los curas me miraban con lástima
mientras firmaban mi permiso de salida. ¡Oh, gloria!
Me iba a pasar el rato a un billar en la
Bolívar, donde un viejo me recibía. Saturnino se llamaba. Un tipo flaco,
canado, que se pasaba el tiempo jugando carambola. También me iba al boliche o
si no, a los sótanos del Capitol en el centro, donde las máquinas tenían a
Mortal Kombat por unas monedas y compartía espacio con otros escapados, niños
lustradores y adultos perversos mirando niños.
A mí lo que me gustó siempre fue el margen. Lo
que está siempre creciendo alrededor. Lo que tratamos de ocultar. Eso despierta
mi curiosidad. Yo era un muchacho lleno de ira también. No sé por qué.
Quizá porque en el colegio me hacían sentir que
todo en mí estaba mal. Que había que sentir asco del cuerpo. Que nunca era lo
suficientemente bueno. O quizá porque en el colegio también los padres, esos
representantes de Jesús, me fajaban por mal portado. Quizá porque vivía en una
prisión para adolescentes, bajo el amparo de la Virgen.
Lo cierto es que terminé formando una banda de
muchachos iracundos. Y descubrimos como joder todo aquello: encontramos la
manera de ingresar al sistema de notas y cambiarlas. Yo tenía el poder de
decidir cuánto ibas a sacar en una clase. A mí nunca me fue del todo mal (nunca
he dejado una clase, qué pena me da contarlo) pero sentía cierta
responsabilidad por los que perdían.
Por supuesto que la noticia de nuestra hazaña
corrió rápido y ahí estaban ante nosotros, los desvalidos, los sufrientes, los
hijos abandonados de la inteligencia, rogando que les diéramos un 85 para que
sus madres no les pegaran con el cordón de la plancha. ¡Hijos míos, a todos los
acogí bajo mi regazo!
Hasta que un hijueputa al que nos negamos a
cambiarle la nota por mamón nos delató. Y claro, nos echaron a todos. Lo cual a
decir verdad, tampoco me sirvió de escarmiento. Yo seguía sintiendo esta ira
implacable, esta gana de prenderle fuego al mundo y saltar sobre las llamas.
En el siguiente colegio donde me inscribieron,
una maravilla donde estudiaría tecnología, resultó que me asignaron a una
maestra de literatura de lo más pro. Nos enseñaba análisis literario, nos
exigía escribir, nos ponía a leer, ya no las cursilerías del romanticismo español,
no, ahora leímos a los rusos.
Cuando me tocó enfrentarme a Crimen y Castigo,
algo en mí se trastocó para siempre. Pero el golpe fue mortal cuando me dejó
leer El Extranjero. Aquella manera de sentir el mundo, aquella forma de
describir la sangre al sol, aquella sensación de que alguien por fin entendía
del fuego que sentía y que constantemente me quemaba. Aquella sensación de
haber encontrado un sitio donde dejar que todo aquello respirara sin provocar
daño.
Sí, las novelas sobre el crimen era lo mío, pero
más que la novela policíaca a mí lo que me interesó es la novela que aborda la
sangre como ritual, la culpa, la contextualización del asesino, del ladrón, del
violador. La novela sobre el crimen.
Ya no era la dicotomía entre bien y mal que
proponía la moral religiosa. Es fácil decir los malos son absolutamente malos,
porque entonces su castigo es sencillo: hacerlos desaparecer, porque con ellos,
desaparece la maldad. Qué estupidez. Acaso no podría negarlo yo que entonces me
movía en mundos grises, sabiendo que todo el mundo está así.
Terminé una carrera en electrónica, habiendo
disfrutado poco de ello y mucho de la literatura que nos dieron. Y me decidí
por estudiar derecho. Azares del destino hicieron que terminara trabajando en
el Ministerio Público y trece años después, puedo decir que fue el
descubrimiento de una vocación.
Lo mío es la adrenalina. Esa es la verdad. Y en
este trabajo me fueron abriendo las puertas de abismos insondables, pidiéndome
que saltara en ellos: violaciones de niños, secuestros, robos violentos,
esclavitud, trata, sangre.
El lunes recién pasado, estaba bajo el sol
inclemente de Puerto Barrios, caminando entre las tumbas, buscando un cuerpo
que debíamos exhumar. La paleta de colores terrosos. Las similitudes con
aquella escena de El Bueno, El Malo y el Feo, cuando Tunco busca la tumba del
soldado. La adrenalina de romper una lápida.
Minutos después, ahí estaba frente a mí un
cadáver. Ocho años de descomposición en el trópico más hondo le habían dejado
calavérico, salvo la larga cabellera aún negra, y el vestido intacto. El color
marrón invadiéndolo todo, como si fuera un llamado de la tierra reclamando lo
suyo.
Todos sabemos que vamos a morir, usualmente la
gente dice estar consciente de ello; pero no hay como tener la muerte frente a
sí, olerla, tocarla, sentirla. Es un acto espiritual.
La primera vez que estuve en una necropsia fue
en la universidad, en el curso de Medicina forense. Me dejaron participar. Tuve
en mis manos el corazón de un hombre. Y no fue un acto de amor gay. Lo digo en
verdad: un órgano que alguna vez dio vida, estaba ahí, con su peso y su firmeza
entre mi mano derecha que lo alzó mientras una de mis compañeras se desmayaba
ante tal espectáculo.
Uno no puede ser una persona normal después de
eso. Yo finjo serlo. Lo que pasa, déjenme ponerme metafórico, es como si se me
hubiese revelado el sánscrito y escuchara claramente las voces de los dioses
hablándome en esta lengua íntima, antigua y olvidada, mientras el mundo sigue
empecinado en no hacer caso a esas voces y mantenerse en el cotilleo normal.
No encuentro interlocutor después de haber
estado en un hecho violento. Después de haber estado en una balacera. Después
de haber escuchado una grabación telefónica donde un niño es torturado. Solo los
dioses y los libros.
Porque ahora puedo mencionar un Abril Rojo de
Roncagliolo, en cuyos capítulos está esa misma lengua hablando en la voz de un
asesino despiadado. Llena de poesía y violencia, si es que acaso en esta región
del mundo no son lo mismo.
Nos espantamos ante la violencia, radicalmente
la rechazamos porque nos asquea. Pero eso no necesariamente se convierte en
acciones para detenerla. Porque mis hermanos conciudadanos: la muerte y la
sangre son un ritual ancestral en esta
tierra y estamos parados en un charco de sangre.
Esta fiesta comenzó así, violenta. Y así ha
seguido. Vean el retrato que de nosotros hace Alberto Fuguet con su Tinta Roja,
describiendo una ciudad consumida por su violencia, inmensa: ¿cuántos de
nosotros podríamos llevar una carta de amor al Mezquital? ¿Cuántos conocemos
los laberínticos pasillos de El Limón? ¿Acaso no es la nuestra también una
ciudad inmensa, imposible de recorrer en su totalidad?
Pero también me pierdo en los procesos internos
de culpa, de redención, de asco. Como en Desgracia de Coetzee. Yo me hinco
frente a esa obra maravillosa, porque a pesar de que creo haber visto de cerca
las peores catástrofes de la humanidad, aún me queda compasión y dolor, al leer
una novela como esa.
De eso se trata esto, amigos. Imagínenme ahí,
en una magnífica librería un jueves por la noche, hablando, o siendo más
exactos: dando testimonio de cómo los libros significaron mi redención. Piensen
en lo que hubiera sido de mí si no me hubieran acercado al arte. Estaría muerto.
El cementerio municipal de Puerto Barrios está
lleno de muchachos y sus tumbas coloridas, con pinturas del Barsa y el Real no
logran disminuir la tristeza de su pérdida. Yo hubiera sido uno de ellos, si no
hubiese sido por las grandes novelas, por la majestuosa obra de los escritores
que tienen frente a sí el fuego y se dejan quemar.
Y aunque esa ira sigue latente en mí, esa
implacable furia con la que me enfrento a la vida, cada vez está más a mi favor y menos en mi
contra. A veces, me imagino como un personaje de Frank Miller, viviendo en una
ciudad feroz. A veces me veo como su Batman luchando contra su fracaso,
abrazando su oscuridad.
Lo que siempre pasa es que tengo claro, que sin
la literatura que me mueve, que me toca, yo sería un fantasma inconsolable, una
sombra borrosa, una mancha más en este charquito de sangre con forma de mapa de
Guatemala.
Y no sé cómo agradecerle a todos los escritores
vivos y muertos que me regalaron esto. No tengo mucho que ofrecer. Salvo mi
furia leyéndolos y tratando, vanamente, de imitarlos escribiendo.
Comentarios
Espero algún día conocerlo en persona antes de que usted o yo nos hundamos este pequeño pero profundo charco de sangre, ruego a Dios no sea pronto.
Un abrazo. :)