La alegría de los lugares tristes



Esto no es una historia sobre fútbol, es una historia de polvo. De cómo construcción granítica se apodera de todo. De cómo las nubes de partículas terrosas cubren con finas capas las casas del vecindario alrededor de una cancha, volviendo sus colores uniformes. Es acerca de una cancha, donde los niños juegan al fútbol y los hombres juegan a ser niños. Por eso habrá que aclarar que cuando digo polvo es también una manera de referirme a los sueños. Esta es una historia sobre los sueños.

Estos sueños parten de un sitio violento. Un trozo de ciudad empezando a desmoronarse en el abandono; pero que resiste, aferrándose a su historia, su identidad de pueblo pequeño metido en una ciudad grosera: la Chácara, zona cinco, Guatemala de la Asunción. Un barrio de los que se esconden de la vista, por peligrosos.

El centro de ese barrio tiene una vieja escuela, una iglesia y la cancha. Entre semana puede oírse la alegría de los niños en el patio de la escuela; los fines de semana el doblar de las campanas de la iglesia y los gritos de los hombres en la cancha.

El campo está siempre lleno, ocupado por los equipos que se disputan los partidos como si fuera la final de la copa del mundo. Pirotecnia tras el gol, algarabía del público.

Aquello surge como un sitio lleno de vida los fines de semana. Un centro que contrasta con la del barrio, lleno de disparos en la madrugada. La Chácara es la casa de los niños sicarios. La del adolescente de trece años que le disparó a una vendedora de pollo mientras caminaba con sus hijos para dejarlos en la escuela. Un sitio donde la pobreza se deja ver sin mucha sombra.

El campo sin embargo, es un lugar de retozo, de estallidos de risas y aplausos. Ahí funcionan una liga libre, en la que juegan personas de cualquier edad y la Escuela Metropolitana de Fútbol, una iniciativa de la Municipalidad por acercar el deporte a los barrios más pobres. Actualmente funciona en dieciséis sitios distintos, entre ellos, además de la Chácara, la Palangana, Bethania, el Limón, la Milles Rock y la Justo Rufino Barrios. Entrenan niños y niñas desde los seis hasta los dieciséis años.

Para saber más acerca de la historia de las ligas fui a visitar la cancha. Al llegar al sitio, me topé con un grupo numeroso de guardias de seguridad privados. Cuidaban la estación de buses y cada unidad que zarpaba hacia la incerteza, mientras charlaban recostados contra los autos aparcados de la gente que estaba en el estadio. Era sábado por la tarde, día de juegos. Dos equipos compuestos por hombres panzones luchaban por el balón. Había una buena cantidad de espectadores bajo los graderíos improvisados con lámina.

Pregunté por don Julio, alguien a quien me habían recomendado para saber del tema. De inmediato todos me dirigieron hacia una caseta de metal a un costado del estadio. Ahí encontré a Julio César Carranza, un hombre mayor, con la sonrisa amplia, escondido tras las filas de papalinas colgando de su tienda. De inmediato aceptó contarme sobre la liga, un tipo muy amable.

Bajamos por una vereda de concreto dentro de un parque a la orilla de un barranco. Don Julio me llevó a un salón. Abrió la puerta y de inmediato me mostró las fotografías de sus colegas: él fundó junto a ellos la Liga Ricardo Higueros, donde se buscaba entrenar niños para que fueran semilleros de los grandes equipos nacionales. Aquello lo encontré luego en una foto en internet, donde aparece una niña sosteniendo una bandera del equipo Mayan Quiché, mientras otros niños sostenían balones como si eso fuera el único regalo que les hubiera hecho la vida, eso y las piernas, eso y la cancha.

De inmediato se nos unió el hijo de don Julio, que se llama igual que su padre. Una tradición que continúa. Estábamos ahí pues, los tres Julios hablando de fútbol, frente a los retratos blanco y negro de los hombres que comenzaron el sueño. Obreros en su mayoría. Y es que la zona cinco fue siempre un sitio de trabajadores y la liga, me cuentan ambos, transitó de sede en sede, por toda la zona hasta llegar a la Chácara.

Julio hijo se acomoda en una mesa de metal que está en el salón justo bajo los retratos, mientras su padre, más cercano a mí, se recuesta en una pared al lado de la puerta. El sol de la tarde le pega en la cara. Me pide que me acomode y lo hago en un lavatrastos improvisado. No paran de hablar. Brotan las palabras, los rebalsan. Están emocionados por contarme su historia.

Don Julio me comenta que fundó la liga porque siempre le gustó el deporte. Su hijo, dice haber seguido su ejemplo. Le creo: tiene la cara tostada por el sol, salvo alrededor de los ojos, como la sombra de unas gafas oscuras. “Yo tengo la dicha de trabajar en lo que me gusta”, me confiesa, mientras me cuenta que es el entrenador de la Escuela Metropolitana, sede la Chácara.

Como si fueran los tesoros más grandes que tienen, mencionan a los nombres de los jugadores que pasaron por ahí: el Camarón Arriaza, el Pashpa Flores, Nelson González, Giovanni Orellana, Otto Rodríguez, el Pin Plata. Si bien es un puñado de nombres, que sin duda les producen orgullo, son pocos en relación al número de niños que entrenan. Me explico: cada año habrá un par de decenas de chicos aspirando a hacer del fútbol su vida y tan solo uno de ellos lo logrará. Los equipos nacionales no son receptores de estos jugadores.

El hambre y la pobreza, entre muchas otras causas. De inmediato surge la catástrofe. Me cuenta de dos jugadores, el primero lo conocían como El Tubo, quien fue contratado por un equipo de la liga mayor pero por una lesión en los meniscos que no pudo curar por no tener el dinero para hacerlo, lo despidieron.

El segundo caso fue de Eduardo Tepén, quien fue contratado por la Tipografía Nacional, aquél mítico equipo de finales de siglo XX. Entrenaban en la zona 7, me cuentan, pero Tepén no tenía para el pasaje y faltó varias veces. Lo despidieron. Ahora su sobrino entrena en la Escuela Metropolitana, talentoso niño, pero igual, no tienen para ir a veces a los juegos.

Las cosas siguen igual. Si bien la Municipalidad facilita a los entrenadores, las canchas y alguna parte del equipo, eso no garantiza que los niños lleguen bien alimentados o tengan zapatos. Julio Carranza y su hijo, me cuentan que según sus cálculos, el noventa por ciento o más, son usuarios de la bolsa segura. O no comen.

Cuesta con los uniformes, me cuenta Julio hijo, pues esos niños cuando tienen una playera, quizá es la única con la que cuentan y con esa duermen, van a la escuela y vienen a jugar. Igual los zapatos. Una vez vino un niño con unos tenis de béisbol, relata, y me dice “mire Profe qué tal mis tenis nuevos” Chileros se te ven papito, le dije y al rato ya no aguantaba correr porque mucho pesaban.

Son niños del abandono. Vienen regularmente de hogares con padres ausentes. Hay niños que no pueden asistir porque tienen que cuidar a los hermanos menores. Hay otros que los dejan con nosotros desde tres horas antes del entreno porque no los quieren cuidar. Nosotros somos sus padres, sus tutores y sus pedagogos. Confiesa Julio hijo mientras se acuesta sobre la mesa bajo los retratos, en evidente posición de confianza, como demostrando lo agotador que puede llegar a ser tener tantos hijos.

Están todos estos chicos con el sueño de llegar a jugar fútbol, niñas incluidas, pero no siempre habrá oportunidad. Don Julio me dice que para jugar en un equipo de la liga mayor se necesita talento, disciplina y dinero, chasqueando sus dedos con cara de decepción. Si el niño no es de estatus es difícil que entre. Entiendo que los equipos son un reflejo del país. No escapan de él.

Pregunto cuál es la forma de hacerle saber a un niño lo difícil que es llegar a estas instancias. Julio hijo me responde que no tiene el corazón para hacerlo. Que si algo sale mal le dice a sus niños “ahora no salió pero a la próxima saldrá”. Me pone un ejemplo: el de un niño que carecía de habilidades pero que ponía el corazón. Una vez le dije, bien papito vas bien. Al final del partido vino y me dijo “hoy si me encantó jugar profe” y no había tocado bola.

Esos niños siguen jugando en la Chácara. En la categoría libre hay veintidós equipos inscritos. El deporte sirve de relajamiento para una vida dura, me explica don Julio. Acá vienen con problemas y yo siempre les digo, déjenlos afuera. Hay gente que no tiene trabajo o su vida es un desastre y vienen acá a jugar para rematar, pero hay otros que aquí se controlan y se vuelven mejores personas.

¿Pero qué hay cuando vuelven a casa? Pregunto, cómo pueden. Julio hijo responde de inmediato con una sonrisa: “es que el tercer tiempo siempre es el mejor”. Se refiere al paso por la tienda, a las cervezas post partido. El mejor anestésico para regresar a la realidad. Pero eso no soluciona los problemas, solo los agrava, acota Julio padre.

La Chácara se convirtió en un sitio violento, les digo. Ustedes me cuentan que los niños pasan por situaciones tristes, de mucha pobreza. ¿Es el fútbol una alegría en un sitio donde ser alegre es difícil? Ambos responden que sí. Julio padre me da un ejemplo: Memín, un pequeño que venía con los zapatos rotos, la suela abierta. Ese niño era pobre. Pero nunca vi a alguien tan feliz como cuando jugaba, daba una alegría tremenda, se le olvidaba todo.

El polvo de la cancha es una imagen de la miseria y la violencia en las que viven y sobre ella, se rebelan jugando al balón. Esa cancha es la manifestación de lo imposible, de la poesía.

Me despido de ambos y salgo a ver el partido. Me piden que vuelva a ver un entreno. Les pregunto si tienen formas de recibir ayuda de gente que esté interesada en patrocinar equipos de la liga. De inmediato me cuentan que han escrito cartas a varias empresas de la zona y a un médico vecino. Todas sin respuesta. Aquello da cierto aire de desconsuelo, pero sé que no los vencerá, han estado ahí por casi cuarenta años.

La tarde está cayendo, hay un sol cálido, naranja, que ilumina la mitad del campo. La liga libre tiene partido y la gente está feliz viéndolos jugar. Miro un rato el juego. Hombres mayores con la sonrisa en la cara, con la pasión. En la puerta de salida, una fila india de guardas de seguridad privados, los de los autobuses, con los rifles en la mano. Son todos chicos de dieciocho años, atentos al juego, con el impulso de querer estar ahí metiendo un gol. Eso: quizá ahora entienda mejor el grito de gol, esa mezcla de dolor, alegría y placer. Es la que quisieran dar estos chicos que ahora sostienen un rifle en vez de un balón.




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*Originalmente publicada en la Revista Contrapoder. 

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