Satanás Cabalga mi Alma, desde Luis Méndez Salinas.



Me reconozco aquí: las páginas ya no son páginas sino una pantalla blanca, titilante, que espera. Primero hay que ordenar las palabras, luego caminar nerviosamente con la vista fija en el teclado y, por último, escribir. Tomar postura, lanzar la ficha y esperar el resultado: cara o cruz, realidad o literatura.

Mucho se ha escrito ya sobre los delgados puentes que conectan “lo que se vive” con “lo que se escribe”. Difusas son las fronteras. Para muchos, la literatura no es más que el mecánico reflejo de las condiciones en que vive el escritor, de su momento histórico, de su realidad socioeconómica o de su referente cultural. Para otros, la escritura permite actos de creación pura, que se desligan radicalmente de cualquier circunstancia objetiva. Entonces, aparece la eterna lucha entre la verdad y la mentira, la realidad y la ficción.

En este contexto es que podemos situar la obra de Julio Prado (Guatemala, 1979), un escritor imprescindible dentro de la escena guatemalteca actual. Tal y como lo demuestra Francisco Nájera en su magistral ensayo sobre el “pacto autobiográfico” en la obra de Rafael Arévalo Martínez, el trabajo de Prado tiende a la construcción de un sujeto textual totalmente identificable con el autor. Sus textos nos llevan a conocerlo en su verdad más íntima, ya que no están escritos para pintar la realidad(construcción fría, lejana y sin sentido), sino para dejar constancia de la percepción muy particular que el autor tiene sobre su realidad.

Satanás cabalga mi alma es una brillante colección de relatos cortos que sorprenden por su efectividad, por su precisión, porque están escritos con bisturí. Nos encontramos ante un libro que va delineando, página tras página, una sucesión de escenas distintas que al fin de cuentas se amarran y conforman un solo paisaje: lo urbano. Existe un recorrido por los recovecos de esa ciudad externa (con sus oficinas, con sus autobuses pestilentes, con sus trajes y corbatas de bajísimos salarios) que poco a poco se mete bajo la piel, se asume como propia y se observa desde la óptica de este profesional de clase media que la sufre a diario.



A pesar de que el dibujo citadino que se bosqueja en los relatos basta por sí solo para configurar una obra literaria de gran calidad, Julio va más allá y comprende que ese paisajismo (posmo, pero siempre anacrónico) nada vale si no está acompañado de un retrato (más que retrato, radiografía) de esa “subjetividad” que se desarrolla en dicho espacio: su subjetividad. No es lo mismo abordar un bus urbano, que abordarlo con la más absoluta desesperanza; no es lo mismo escuchar al saxofonista de la 7a. avenida, que escucharlo con una tristeza brutal. Quizá baste la imagen del predicador que nos manda directamente al infierno, pero el calorcito que este viaje implica se goza mucho más con la convicción plena de que ese era el único camino posible.

Entonces, nos topamos en Julio Prado a un escritor de carne, hueso y emoción. De su mano recorreremos esos lugares comunes de la urbanidad (el bar, la cola del banco, el escritorio repleto de papeles cada lunes, el hotel, la sala de espera, la discoteca y, de nuevo, el bar). Podremos hacer el mismo recorrido mil veces, pero los lugares nunca serán los mismos: hay algo en la conciencia que los modifica y les confiere una nueva significación. En definitiva, eso es lo que hace soportable la vida, alejando cualquier posible cotidianidad.

Quizá el mayor acierto de Prado sea su interés por escribir una obra total, que se mantiene y se mantendrá siempre (creo) en estrecha relación con lo que este apasionado sujeto experimenta día a día. En este sentido, lo que más importa no es su correspondencia exacta con esa vida que se vive, sino la verosimilitud que la vida adquiere al ser escrita. Si tomamos como punto de referencia su primer libro (el poemario Rockstar!, publicado por Catafixia editorial hace algunos meses) y los cuentos que integran Satanás cabalga mi alma, encontraremos una voz que se inventa a sí misma y que sobrepasa con creces lo anecdótico y lo autorreferencial. Encontraremos una sensibilidad capaz de “capturar la belleza”, como él mismo nos dice, en los rincones menos sospechados.

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