Mi Verapaz

Máquina de sueños y escalera.
Estoy celebrando el día del padre, nos decía el dueño de la cantina, evidentemente borracho. Perdía por un momento la solemnidad con la que lo dirige el lugar, también un poco de la autoridad moral con la que detrás del mostrador parece regir el destino de vivos y muertos en las mesas de madera alrededor de la rocola. Esta no era una noche ordinaria. Cerró la cantina solo para nosotros. Para soltar la confesión que el día del padre le encontró abstemio porque su calendario no le permitía otra cosa. ¿Cuál calendario? El hombre en un movimiento errático, sacó de la bolsa de su camisa un trozo de cartulina naranja, con treinta cuadros dibujados. Quince en cada cara. Eran los días del mes: en unos decía sí y otros no, éstos últimos estaban marcados con negro. El diecisiete de junio decía no. No importa si es el día del padre, dijo, este calendario se respeta. Tomemos otra cerveza, yo invito, pero rapidito porque solo me quedan quince minutos del día que sí. Así que bebimos con el vértigo del tiempo, el que mide un hombre solemne que dirige la cantina más entrañable de esta ciudad, dividiéndolo en los días en los que consume y los que no, con el ímpetu de un Kantiano irremediable, mientras al fondo sonaba La Cruda de Aguilar y afuera el mundo se deshacía en lluvia.

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