El Trineo de Santa


Los convivios me aburren. Son patéticos. Uno debe fingir una sonrisa durante todo diciembre. Fiesta tras fiesta, se viaja a través de  una gira por la miseria humana.
Por ejemplo, el de mi oficina era obligatorio. Mis jefes nos exigían una cuota para que tener derecho a disfrutar de un terrible conjunto musical, una cena de jamón bañado con salsa amarillo pardo y un discurso motivacional. Por supuesto, estaba terminantemente prohibido el consumo de bebidas alcohólicas. Es decir, se trata de una extorsión a plena luz del día, terriblemente impune, sin anestesia.
            El año pasado quise denunciarlo ante el Ministerio de Trabajo; pero nadie me tomó en serio. Es más, para mi mala suerte, llegué cuando celebraban su propio convivio.
Entre chicharrones, carnitas y oficinistas públicos bailando perreo, no me animé a decir nada. Me rendí, es la verdad. Pero no pasaría otra vez. Iba a destruir el sistema desde la raíz. Mi plan no podía fallar.
            Primero debía escribirle a Rodríguez, de Recursos Humanos. Su taza navideña llena de ponche, su escritorio adornado con manzanilla y sus villancicos a todo volumen, me hacían pensar en enanos, sí, enanos vestidos de rojo, que dan discursos navideños. Un discurso que diría algo como: “con mi burrito sabanero voy camino de belén, tuki tuki tuki tuki; tuki tuki tuki tá”.  
Rodríguez, en un mundo ideal, debería vivir en el Polo y ser un lindo osito, pero para nuestro infortunio, organizaba el convivio. Era la mente maestra tras la extorsión.
            Le escribí un correo comunicándole mi deseo de ayudar a nuestra celebración navideña. Me contestó que ya todo estaba cubierto; pero que, dada mi buena actitud, harían un espacio para la actividad que propusiera.
“Yo propongo llevar un Santa Clos para animar el evento”, le escribí, “para animar el intercambio de regalos”. Tal como lo planeé, Rodríguez aceptó.
Pude pasar al siguiente paso: tomar el diario y buscar en la sección de clasificados. Encontré lo que necesitaba: Un anuncio de masajes a domicilio.
Les marqué y contraté tres de sus mejores masajistas mujeres y tres hombres, para ser democráticos, exigiendo que todos fueran vestidos con trajes navideños.
Todo iba de maravilla. Nadie debía sospechar, así que me lo guardé todo y seguí actuando como si nada. Era sólo cuestión de paciencia y listo. Podía pasar al último paso: El Convivio.
El día del evento, mis compañeros de trabajo estaban tan emocionados como lo estuvo mi familia en el funeral de mi tío Ceferino. Las caras largas lo decían todo. Sin embargo yo sonreía.
El salón, decorado con lucecitas parpadeantes, olía a comida barata. El conjunto musical ensayaba sus bailes epilépticos. Que alguien nos salve de esta agonía, por misericordia, pensé.
Me llamaron a la mesa de los jefes. Estaban bastante entusiasmados con la idea del Santa, principalmente porque yo lo pagaría. Ensayé con ellos mi sonrisa fingida y llegada la hora, salí a buscar el regalo sorpresa.
Mis traviesas ayudantas y los musculosos tipos, llegaron puntuales: eran sin duda, las más esculturales bailarinas exóticas de la ciudad, en todo el esplendor de sus breves minifaldas y sus largos escotes.  Llegaron en un microbús, junto a un Santa redondamente gordo, que al sonreír mostró sus colmillos de oro. Las llamó una por una: Shakira, Cristal y Pamela,  y les ordenó salir a saludar. A todas les di su besito.
De inmediato las envié al salón. La orden era clara: un baile de veinte minutos y luego una vuelta por la mesa de los jefes. “Hagan algo especial con el tipo que tiene el gorro de Santa”, dije, refiriéndome a Rodríguez.  
Ellos entraron e hicieron lo suyo. Pusieron música, y bailaron lentamente. Se fueron despojando de sus trajes rojos, al ritmo de las palmas de un público eufórico hasta el tope.
Shakira, Cristal y Pamela, quedaron en tanga y botas, mientras mis compañeros aplaudían como locos y los jefes no sabían qué hacer. Los bailarines estaban dando movimientos pélvicos sobre la mesa de las secretarias. Algunos de mis colegas, animados por las chicas, se habían quitado las corbatas y las agitaban en el aire como si montaran un potro imaginario.
Minutos después, una de las muchachas se encargaba de Rodríguez, rodeándolo de glúteos y senos; pero fue abruptamente detenida, cuando la policía apareció.
Al parecer, la administración del hotel donde celebrábamos el convivio, nos denunció por el escándalo, pues según ellos atentaba contra su ambiente familiar. Nos registraron a todos.
Al final, detuvieron a Santa Clos, porque dijeron que tenía una orden de captura. Me coloqué tras  la unidad, viendo cómo lo esposaban y lo introducían al vehículo, para llevarlo a rendir su declaración en Tribunales.
Le tomé una foto esposado. La subí al facebook de inmediato y a la gente le gustó. Las bailarinas lo despedían con besos. Me dieron mucha lástima y las subí a mi carro, porque las pobrecitas no tenían como irse a sus casas. Bueno, no creo que tuvieran casas tampoco.
Fuimos a la Torre de Tribunales. A Santa Clos lo capturaron porque debía la pensión alimenticia. La denunciante era una de sus bailarinas. Santa declaró ante el juez con el disfraz puesto. Dijo que no se rendía nunca. A mí me llenó de ánimo verlo encarcelado con la barba y los dientes de oro en su sonrisa de proxeneta idiota. Las bailarinas y yo aplaudimos cuando le dieron su fianza.
Cuando lo liberaron, nos fuimos de ahí, Santa Clos, Shakira, Cristal, Pamela y yo, rumbo a cualquier sitio para celebrar nuestra alegría navideña. Es decir, nos fuimos a enmotelar. Santa quería jugar al trineo; pero yo pasé. No es que sea tan pervertido; pero prefiero mirar. 

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Siendo una historia tuya, me imaginaba que tu Santa iba a ser stripper y eso. No decepcionaste.

Ya casi termina la epoca, querido Grinch ;) En unos dias se deja de sonreir, de abrazar a todo el mundo y comenzamos a tirarle piedras a cupido.

Saludos.
Prado ha dicho que…
¡Gracias! este cuento salió el año pasado, la verdad, en "Magacín" la revista de Siglo XXI un diario local.

Ya no me siento tan grinch.

Abrazo.

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