Éxodo


Los perros del vecino se quedaron encerrados mientras él, supongo, vacaciona. La ventana de mi habitación da justo hacia su patio y eso ha sido ahora más que nunca un inconveniente.
A toda hora los perros ladran y más que ladrar, se quejan. Han hecho escándalo desde el martes por la noche y lo hacen aún hoy domingo. Incluso llamé a protección animal y nadie atiende. Nada es útil en estos días. Incluso los diarios dejan de circular: la más extensa y ridícula prueba de que vivimos en una aldea.
El ruido martilleante de las bestias enfadadas y la falta de sueño me provocan recriminarme. Lamentar el desprecio que a su tiempo hice a las múltiples ofertas de Horacio: me había invitado a pasar estos días de descanso en Cancún, junto a las dos exóticas brasileñas que lo iban a acompañar.
No lo vas a creer, dijo: ¡trabajan de bailarinas en un show! Y mientras lo decía, frotaba sus manos, una contra la otra y esbozaba una sonrisa que lo hacía verse como un tonto.
Yo le expliqué que salir de la ciudad en estas épocas y largarse hacia las playas me parecía la opción menos higiénica. Estás muy equivocado, me replicó, esta suerte de éxodo masivo implica algo mucho más allá de lo físico, es una cuestión espiritual judeo-cristiana; ya verás: éste sábado, ¿no fue cuando Eloí sacó de Egipto a su pueblo, liberándolo al partir en dos el mar rojo?
Yo asentí, pero igual me negué a ir con él. Realmente me repugnan las multitudes. Así que Horacio tomó el vuelo, sin quien atestiguara su peripecia carioca.
Esperar la mano de Dios partiendo las aguas del Caribe junto a una brasileña semidesnuda no era mi idea de salvación. Es que hoy no necesito ser salvado, sino de mí. Y creo conocer a la perfección mis puntos críticos.
Lo de Horacio es pandémico. La mayoría de gente se ha ido en busca de una playa donde mostrar la abundancia de sus carnes, ya sea esperando a Dios o bien, alguien para aliviar su calor interno. Gracias a ello, Guatemala está realmente vacía en estos días.
No se avizora grupo alguno moviéndose por allí. El silencio es casi todo: las calles, los cafés, los cines. Me encanta. Es como si hubiesen borrado a la mayoría de conciudadanos, y eso sólo puede alegrarme.
Pasé toda la semana revisando las esquinas en las que usualmente transito. Una y otra vez. Y son otras, lo juro. Están limpias: incluso aquella en la que mataron a un hombre a sangre fría, frente a mi auto, cuando conducía hacia el trabajo.
Dos hombres descendieron de un coche y desenfundaron sus armas descargándolas sin piedad ni detenimiento en el cuerpo que caía. Lento, lentísimo, como si ya fuera de los gusanos. Hicieron lo suyo con absoluta impunidad. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada. Sólo atiné a meter la cabeza tras el volante y observar lo fácil que es morir en Guatemala.
Afortunadamente en esta semana es muy difícil ver un asesinato en esta ciudad. Lo único que vas a ver si sales son las imágenes de iglesia paseándose en procesión por las calles del centro.
El viernes decidí salir a buscarlas. Luego de caminar, encontré lo que me temía: una multitud. Era gente pobre en su mayoría, lo sé porque entre ellos, sobresalen muchos borrachos y desdentados.
El aire de la calle traía consigo una mezcla de olor a incienso, aserrín, alcohol, pegamento y fluidos humanos. Pero vamos, este es el prójimo: hediondez que invade el espacio. Obscenidad. Olor a catre. Un gusano que se arrastra dejando a su paso la estela brillante de la baba.
A mi lado, apenas alumbrado por el foco intermitente que pende del poste, un  niño (he decidido calificarle así, aunque parece tener unos dieciséis años) inhalaba pegamento. Es una práctica común en estas calles. Dicen que te hace olvidar el hambre.
El niño, digámosle así, veía pasar la procesión. Los tambores de guerra retumban. Imagen barroca de un Cristo mostrando su muerte. Música fúnebre. Siempre deseé un funeral con banda. Como lo acostumbran en Nueva Orleans. Que toquen los músicos, mientras los albañiles aguantan la risa colocando uno sobre otro los ladrillos del nicho. Quizá le deje algún dinero a Horacio para que lleve a mi entierro a las brasileñas y que muestren allí lo suyo. Que esa sea mi última broma.
Pero volvamos al niño, quien bajo efectos del pegamento, luego de la procesión se dio vuelta y largó de allí. Se lo tragó de inmediato la multitud y le perdí de vista.
Tomé su ejemplo e hice exactamente lo mismo: regresé a casa. Los perros ladrando me esperaban. Pensé indeterminadamente en desaparecer, perderme de vista.
Es una necedad mía, continuar en esta ciudad, pero no me permitiré desertar. Ni tampoco me lo permitirá Cavafis con su infausto poema.
Mientras los ladridos de los perros me roban todo resto de paz, pienso en los caminos atestados. En los ahogados, los muertos, las balas, la sangre corriendo hacia la escotilla del drenaje, los semáforos en rojo, los niños inhalando pegamento, el éxodo.
Tengo la certeza de que cada paso dado en esta ciudad es un paso más cerca de la muerte. Y del destino ya sólo puedo decir una cosa: todos deberíamos pensar en el epitafio de nuestra tumba, que lo único seguro es que vamos a morir.
            Sé exactamente de qué va a ser: yo me voy a morir de asco.

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