Arena Coliseo
Nunca podríamos saber lo
fascinante que resulta la luz blanca pegándole directo a las sillas multicolor
de la Arena Coliseo, sino hasta estar sentados en esa especie de templo,
circular en sus orillas, coronado por un cuadrilátero de risas y aplausos,
esperando el servicio en el corazón de un barrio popular mexicano. Tampoco
habré de negar que antes de venir a ver las luchas, googleé sobre la Arena y lo
primero que leí fue la noticia de un asesinato a su salida. Pero qué habría de
espantarme de los muertos si los conozco tendidos en todas las esquinas de
Ciudad de Guatemala, esperando a los carros blancos bajo sábanas manchadas de
sangre en forma de campos de flores que se expanden infinitamente. Yo, que solo
he estado frente a héroes que pecan, estoy pues, frente a los luchadores que lo
son en toda la extensión obrera de la palabra: instrumentalizando al cuerpo,
feroz y cansado, sudoroso y adolorido, vendado y adormecido por medicinas
genéricas de farmacia de mercado. Aplaudimos, como haciendo temer a todos los
insectos del planeta. Reímos, como si fuéramos a encender la noche con nuestras
risas. Nos asombramos del vuelo de los cuerpos por igual panzones y musculosos.
Estuvimos presentes en toda la ceremonia y no cerramos los ojos ni siquiera a
la violencia fingida, porque sabemos bien que en el fondo de nuestros dolidos
corazones, anhelamos que al salir de la Arena Coliseo, todos nuestros muertos
se levantaran a jugar dos de tres caídas, como si todo este ejercicio de la
fuerza también fuera un teatro.
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