La función definitiva de los parques
Estoy caminando sobre una larga avenida
arbolada bajo un espléndido sol y una vaporosa humedad que hace que todos los
que vamos por la calle nos esforcemos un poco más de lo usual para avanzar
sobre el asfalto. Los autos no están permitidos y las calles se convierten en
un largo parque lleno de perros animosos olfateándose entre sí y gente
descansando sobre la espesa hierba que crece a su antojo, animada por estos
aguaceros interminables. Huele a fritura, por las numerosas casetas de comida
que se instalan bajo la piedad que ofrecen las sombras de los árboles. Veo
pasar niños hacia un lado y hacia otro. Corren hacia todas las direcciones
posibles sin ningún otro impulso que seguir sus deseos. Los veo y pienso que en
ellos todo se transparenta. No hay todavía ningún motivo para ocultar sus
intenciones a los ojos de nadie. Quizá es a eso a lo que venimos a esta calle:
a verlos aún en ese estado que nos demuele y nos aviva. Y esa es, a lo mejor, la
función definitiva de los parques.
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