Acá no vive Carmencita.
La primera
llamada la recibí el jueves pasado, a eso de las seis treinta de la tarde.
Recién entraba del super cuando encontré el teléfono sonando. Coloqué las
bolsas de la compra sobre la mesa y tomé
el teléfono.
—Buenas
tardes, ¿está Carmencita? Me dijo una voz de mujer joven, de lo más normal.
—No; está
equivocada, contesté, y de inmediato colgaron.
Todo bien.
Pero el viernes, a la misma hora, escribía un ensayo sobre lo que nuestro código de Comercio llama personas imaginarias, cuando volvió a sonar
el teléfono. Era la misma voz:
—Buenas
tardes, ¿está Carmencita? Dijo, otra vez, con la misma firmeza. Hice una pausa
antes de contestar.
— No; ha marcado
un número equivocado. Acá no vive ningu…
Colgó antes de
que terminara de decir la frase. No pude seguir con el ensayo sino hasta después
de tres vodkas servidos en mi pequeño vaso del mundial de México 86 que llevo
cargando durante años. El mismo donde me servían leche chocolatada.
Pensé que todo
quedaría así. Pero el sábado a las dos treinta de la mañana, miraba el techo
pensando en mi próximo libro de cuentos, cuando volvió a sonar el teléfono. Lo
miré durante un rato. Dejé que sonara y mi intención no era contestar. Pero no
pude.
— ¿Aló? Dije casi
gritando.
— ¿Por qué no
me pasa a Carmencita? Dijo la voz, notablemente alterada.
— Porque no
vive acá, acá no vive ninguna Carmencita.
— Yo sé que
sí, dígale por favor que quiero hablarle.
— No hay
ninguna Carmencita acá, no joda.
— ¿Carmencita le
dijo que me contestara eso verdad?
— Por favor,
entienda, no hay ninguna Carmencita, repetí ya con cierta lástima.
Colgó.
Pasé un
domingo tranquilo. Es más, no me levanté en todo el día. Miraba la cortina
mecerse mostrándome un sol insufrible en la calle. No había nadie afuera del
edificio. La luz hacía arder el asfalto. Parecía como si un duelo de sicarios
fuese a acontecer ahí mismo, a esa hora, es más: parecía como si el charco
rojizo ya estuviera corriendo entre el granito del suelo hasta coagularse.
Puse una
película de Sergio Leone. Abrí una cerveza y una lata de atún. Mi confortable
búnker contra el mundo.
Pero el
teléfono volvió a sonar. Un sollozo profundo y desgarrador fue lo primero que
escuché.
— Yo sé que Carmencita
está ahí, por favor dígale que me hable.
— Carmencita no
está. No vive acá, se lo he dicho mil veces.
— Está bien,
yo sé que no me quiere hablar, decía entre lágrimas; dígale que me perdone, que
fui una estúpida que me perdone por favor, suplíqueselo.
No sabía qué
contestar. Aquello había llegado al absurdo. Lo medité dos segundos y comencé a
hablar.
— Carmencita
dice que te jodas, pendeja.
— ¿Cómo?
— Que eres una
mierda, que no quiere hablarte, que te odia, que me ha puesto a mí a decirte
que no está. Jamás te la voy a pasar ni la vas a ver, ni oír otra vez en tu
putrefacta vida.
— ¡Pero yo no
quería hacerle daño!
— Pero se lo
hiciste. Y mucho. Ahora revuélvete en la culpa y ten por seguro que jamás te
hablará, porque eres una mala persona.
Colgué.
En la televisión,
Eastwood entraba a una cantina a matar a un sujeto. A veces es la muerte la que
reparte las cartas en la mesa. Seguía haciendo muchísimo calor y afuera no andaban ni los perros sueltos. Me terminé la
cerveza y cuando terminó For a Few Dollars More, me eché a dormir.
Y el teléfono ya no volvió a sonar.
*imagen: www.listal.com
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