El Ruso
Estaba sentado en la barra. Frente a mí, tenía una colección enorme de botellas y en el fondo un espejo. Por ahí veía la mesa de la esquina, donde Oscar, el Ruso, esperaba a la vieja.
Sentando, sólo, con su camisa impecablemente blanca y su bigote canado, mirando la vidriera que daba a la calle. El Ruso estaba en un sitio medianamente vulnerable. No sabíamos nada de esta tipa, sólo que había pasado información. Datos que eran útiles, tanto así que estábamos en ese pueblo sólo por ella Así que bien podría tratarse de una trampa. Bien podría ser que la vieja sólo pasaba información para atraernos y quizá colocarnos dos tiros en la cabeza. Pero teníamos una ventaja. La vieja no nos había visto nunca.
Tomamos ventaja de eso, y el Ruso se sacrificó a esperarla, mientras yo le cuidaba las espaldas fingiendo ser un tipo en busca de una cerveza y buena charla con la cantinera.
Pero lo miraba todo desde el espejo. Por ejemplo, vi cómo entró la vieja, media hora tarde, acompañada de un niño. Cómo se sentó frente al Ruso y pidió una naranjada. Hablaron bastante. Quizá media hora. Yo pedí una segunda cerveza. La tipa me empezó a poner nervioso cuando alcanzó su bolso y metió la mando derecha dentro. La dejó ahí un buen tiempo. Pensé que dispararía. Sin embargo no lo hizo.
El Ruso finalmente me vio por el espejo y sonrió. Era la misma sonrisa que le vi cuando metió preso al Escorpión.
Pidió la cuenta. Él pagó. La oficina no nos cubre estos gastos, pero el Ruso amaba su trabajo. Yo lo seguí hasta afuera. Me despedí de la cantinera abruptamente. Ella había mordido el anzuelo de mi charla y me contaba de su familia en Venezuela. Datos que a uno le interesan poco. Al salir, me aseguré que nadie nos siguiera. Hasta que la vieja finalmente se fue con el niño, montada en un mototaxi.
Me acerqué.
Mierda, Ruso, le dije, no estudié derecho para convertirme en tu guardaespaldas.
Hacéle huevos, me dijo. Y me contó lo que la vieja le había dicho.
Mierda, Ruso, le dije, no estudié derecho para convertirme en tu guardaespaldas.
Hacéle huevos, me dijo. Y me contó lo que la vieja le había dicho.
Había muchísimo sol afuera. La gente se escondía entre las sombras. Parecía un pueblo tan tranquilo. Pero nosotros, los salvajes, conocemos las rutas secretas de la mierda. Y ese sitio hedía.
Comentarios
Beso!
abrazo
Un abrazo, Prosodica.(Si sigo viva jajaja)