Sábado gigante y redondo.

Brindamos. Resultó ser el cumpleaños del tipo de la barba, sentado frente a mí en la mesa. Eso debe explicar su euforia. Quizá hubiese sido prudente explicar que odio la Gallo; aunque declararlo implique catalogarme un paria. Me sabe amarga; cada sorbo es como beber aluminio con medicamentos para las amebas. Pero ahora, me ha importado un carajo y brindo. Por la vida desconocida de un tipo al que nunca había visto.
Alzo mi vaso de plástico y veo a la cerveza bailarle dentro. Desaparece la espuma, excepto una breve porción. Tiene la forma de un continente. Podría decir que es África, pero mentiría. Son sólo mis ganas de no estar, proyectadas en las burbujas que se niegan a ahogarse dentro del vaso.
Me largo de allí.
Al salir, afronto otra noche más, conduciendo por todos los sitios. La luna parece ser la madre de todos los postes que lloran luz sobre las aceras. El llanto alcanza a los taxistas, las putas y los travestis con sus culos expuestos, transitando por las avenidas color sephia llegando a naranja. Tengo otra vez esa imponente sensación de que algo va a pasar. Como si se aproximara una catástrofe. Me calmo asegurándome que sólo se trata de ansiedad y el puto miedo de ver mi cama con las sábanas intactas, minúscula, inmensa como el mundo sin gente.
Y cuando llego a casa, si es que puedo llamar a cualquier sitio de esa manera, me enfrento al inevitable recuerdo de nuestros destinos: el cementerio, con sus puertas de hierro bajo dos arcos y la oscuridad como inquebrantable guardiana de los nombres en las lápidas.
Subo a la terraza a ver la ciudad. Quisiera tener la entereza de quedarme allí para ver cómo por la mañana, un sol hirviendo es parido por las montañas. Pero mis ganas de permanecer se agotan.
Hoy la vida se me hace una mentira que se esfuma y me intoxica. Como una hoja de tabaco encendida, como el cigarro que me fumo. Es porque hoy, soy de la tristeza. Y del corazón me nace un agujero oscuro, negro, que se lo traga todo como un remolino inexorable.
Esta noche percibo la finitud de las cosas. También de las personas. Todo se acaba. Todos los nombres se olvidan. He comenzado celebrando una vida y he terminado alabando mi muerte.
Sólo puede llamarse hogar a la tumba.
Los demás sitios son hoteles de paso, de los que tarde o temprano terminaré yéndome. Quizá debería aceptar que mientras el cuerpo me dure, estaré sólo. Como todos. Como todo.
Como la nada. Justo así se siente.

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