Brevísimo réquiem




No hay una forma de lidiar con la muerte sino uno tiene que inventárselo cada vez que le toca darle la cara a este misterio insondable, que nos carcome a preguntas sin respuesta. Se nos mueren las personas que queremos y solo nos queda hablar con el silencio. La generación de mi abuelo está casi extinta, esa gente con la que crecí y me crié, que le aprendí su forma de hablar y de entenderse con un mundo que era cada vez menos suyo. Eran mis referentes, mi abuelo y su hermano menor, a quien acabamos de enterrar hace una semana. Digamos que un pilar sólido en el que se sostiene mi identidad. Y se fueron pues, irremediablemente. Y quizá la única forma que me queda de lidiar con esa partida es seguir escuchando sus voces. ¿Qué haría mi abuelo en este caso, qué diría, con qué chiste malicioso saldría de esta crisis? ¿qué haría mi tío, con su ética inmaculada, de luces y sombras claras? Ahí están sus voces, en esas respuestas. En imaginarlos en este tiempo. En este mundo, que me heredaron con sus miradas de vaqueros expatriados a la ciudad grisácea, con la nostalgia a flote por las praderas que dejaron atrás y la añoranza de una vida más simple. Este es el mundo que nos heredaron nuestros referentes. Del que debemos encargarnos ahora que estamos cada vez más cerca en esa línea que formamos hacia la vejez y la muerte. Con muchas preguntas y el golpe súbito de la orfandad para responderlas. Con lo que ganamos y perdimos sumando por igual en el patrimonio. Esta es la vida en su más clara mañana: aprender a vivir es aprender a despedirse de todo. Este es nuestro destino. Miren cómo saco el cuchillo ya solo para cortar las amarras. Como mi mano como dice adiós cada vez con menos dificultad, solo esperando que alguna vez, cuando sea del silencio, yo también deje heredada la sensación de calidez que me dejaron mi abuelo y mi tío, por quienes escribo este brevísimo réquiem







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